jueves, 24 de octubre de 2013

LUIGI FOREVER

Soy Luigi, estilista de moda y me encanta mi profesión. Todo el día entre modelos, eligiendo para ellas los vestidos, los peinados y los complementos. Y asistir a todas las galas. Es trabajo, sí, pero con un glamour… Soy la envidia de todos mis amigos hetero. 

— ¿Me estás diciendo que en la última gala del «YoDona», tuviste en cueros en la misma habitación a la Pataky, a Mar Saura y a María José Suárez?
— ¡Qué pena que a mí me vayan más los tipo Unax Ugalde! 
— ¿Y están tan buenas como salen en las revistas?
— Son monísimas, pero hijo, también algo hago yo para que se las vea espléndidas.

Ahora estoy liadísimo con lo de los premios Goya. Tengo que vestir a Elsa, a Penélope y a la Verdú. 

Cada una de su padre y de su madre, con sus rarezas y complejos, no os creáis, que entre que una es bajita, la otra está enamorada y la de más allá quiere seguir haciendo papeles de jovenzuela, ¡me tienen loco! Y este año están nominadas Pe y Maribel. No, si tengo un estrés encima, que voy a acabar fatal.

— Luigi, habla con Cavalli que este año quiero ir de verde y bien apretadita.
— Que no Elsa, que a ti el verde te favorece mucho, pero que en los Goya, si vas de verde sobre la alfombra verde y encima bien ceñida, vas a parecer una lagartija.
— Ay Luigi estás en todo, a ver si la cambian otra vez a roja, que mira que somos cutres con la alfombra llena de logotipos. Se pierde todo el glamour.
— Mira cielo, te tengo reservado «un joya» con transparencias color champagne de Temperley, divino. Lo combinamos con un «clutch» de Svarosky y nada más. Unos pendientes largos y estarás radiante.
— Me fío de ti. Eres mi talismán. Te adoro, Lu.

Elsa, la verdad es que es un cielazo de mujer, cercana en su trato y siempre se deja aconsejar. 
Con Pe también se trabaja muy bien, aunque últimamente desde que está con Bard… ¡opps! ya me estoy yendo de la lengua. Voy a llamarla…

… Nada, me salta su buzón de voz: Penélope, guapa, llámame tú y dime cuándo vas a pasarte por Madrid, que tenemos que ir organizando tu look para los Goya.  Este año nada de recogidos, te quiero con tu melena natural. Estoy pensando en un Versace blanco roto de corte sirena y escote palabra de honor. ¡Vas a romper!

Con la Verdú lo tengo más complicado. Que si esto me marca las caderas, que si el rojo no me favorece, que si quiero parecer más alta. A Maribel este año la quiero elegante y discretamente sofisticada. Dior o Nina Ricci, por ahí vamos a andar.

Es lo que me gusta de mi profesión, ellas son estrellas, pero yo las hago brillar aún más.

El día de los premios todo es nervios. Los maquilladores, las peluqueras, los vestidos, las joyas, el «photocall». A ellas les preocupa, además, si se llevan el Goya, pero a mí, lo que de verdad me horrorizaría sería que las brujas del «Qué me dices!» sacasen a alguna de mis chicas en la sección «Vestidas igual: ¿a quién le sienta mejor?».

Nota: Luigi es un personaje de ficción y todos los demás… también.

martes, 22 de octubre de 2013

EPITAFIO

Ha muerto.

Se ha ido ese ser de luz que fue una guía para todos nosotros, un faro en este ancho mar que es la vida.

Con sus luces y sus sombras.

También a él le flaqueaba la fe, pero en una cadencia que creíamos infinita, su linterna volvía a girar una y otra vez, esparciendo su haz de sonrisas.

Era el retorno a un puerto seguro, el remanso de paz, el lugar al que siempre volver.

Ha muerto y quedamos a la deriva, náufragos de nuestra propia existencia.

Oscuridad en el mar, tinieblas en nuestros corazones.

D.E.P.

viernes, 18 de octubre de 2013

DESENCUENTRO ESPACIAL

¿Recuerdas cuando jugábamos? 

Tú eras el Zar de Rusia y yo la Princesa de la hamaca ecuatoriana. Viajábamos al Polo Norte o buscábamos un faro en alquiler para instalar nuestro refugio. ¡Cuántas veces nos fuimos a dar un paseo en nave espacial! Yo experimentaba con el rayo violeta mientras tú registrabas el eco del Big-Bang y, como Robert Redford y Meryl Streep en Memorias de África, imaginábamos cómo sería que me lavases el pelo en el espacio, en ausencia de gravedad.

Aquellos fueron tiempos felices… hace ya ¿noventa años? Tal vez más. Tú eras mucho más joven que yo, pero ¿qué son ahora diez años de diferencia, cuando las personas podemos vivir hasta los ciento cincuenta? Nunca encontramos la partícula de Dios, pero descubrimos cómo eliminar las enfermedades. La gente dejó de morirse de cáncer, de malaria, de infecciones. De repente nuestros horizontes se ampliaron y pudimos hacer cosas que antes eran inimaginables.

Sí, fui una de esas supervivientes, aunque nunca llegaras a saberlo.

Desde este trasbordador espacial, orbitando a quinientos kilómetros de la Tierra, América se ve verde, como en las fotos de la NASA que tantas veces vimos en Internet en aquella época.

Yuri, estoy cumpliendo el sueño de viajar al espacio, pero era nuestro sueño, el sueño de los dos. Cómo me gustaría que estuvieras aquí.

**********
¿Dónde estarás, princesa? Cuando me dijiste que tenías que alejarte y ponerme en cuarentena, nunca imaginé que los días se convertirían en años y que jamás volveríamos a vernos. ¿Tanto daño te hice?
Durante años seguí silencioso tu rastro por las redes, hasta que desapareciste por completo. Nunca te he olvidado.

Te recuerdo siempre cuando me decías: «Yuri, sueña y hazlo a lo grande».  Te hubiera gustado saber que finalmente me inscribí en la lista de locos que viajarían a Marte en el Grashopper. Hace una hora que hemos despegado desde la lanzadera MARS de Virginia. Se ve bonita la Tierra desde aquí.

Princesa, este es un viaje de no retorno, lo sé, pero ¿qué más da, si tú no estás aquí?

miércoles, 16 de octubre de 2013

SIN RUMBO FIJO. CAPÍTULO IV

… Regreso al hotel cuando ya ha anochecido. Efectivamente hace bastante frío. Llevo mis cosas a la habitación y vuelvo a bajar con la intención de disfrutar de un buen Ribera en el saloncito, mientras leo los Ensayos de Montaigne.

También es buena hora para hacer alguna llamada de teléfono. Me he venido sola, pero eso no significa que el resto del mundo haya desaparecido.

En la recepción, esta vez me espera un hombre joven, con gafitas de intelectual que habla con acento francés. Me da la bienvenida al hotel, me acompaña al salón y comenzamos una agradable conversación.

— ¿Cómo es que un francés ha venido a instalarse en un pueblo de Burgos?

– ¿Se me nota mucho el acento? Ya llevamos muchos años viviendo en España.

René me cuenta que se ha dedicado desde siempre a la hostelería, primero en París, luego en Madrid y finalmente en Caleruega, donde junto con su mujer Helena (la mujer que me atendió en la recepción), iniciaron este proyecto hotelero.

Con curiosidad me pregunta a qué me dedico yo. Me resulta difícil de explicar a qué me dedico en esta etapa de mi vida. 

– Soy escritora – me encanta la cara de las personas cuando les dices que eres escritora. Supongo que es una de esas profesiones que habitan en el imaginario colectivo, junto a las de pintor o músico, rodeadas de un halo de bohemia y romanticismo.

– ¿Eres escritora? ¿Y tienes novelas publicadas? ¿Cómo te llamas?

– Sí, bueno, estoy empezando. He publicado un cuento y ya está en camino el segundo.

– Aquí estuvo una vez un escritor y ambientó un capítulo de su novela en este hotel.

– ¿En serio?

– Sí, mira, te la voy a dejar por si la quieres leer. Es una historia de espías y lo único, es que a mí me cambió por un señor inglés con blazer, pero describe muy bien el edificio, incluso el escudo que tenemos a la entrada.

Continuamos en animada charla. Me pregunta de qué va mi cuento, le hablo de mi cáncer y del cambio de vida que ha supuesto y la conversación se vuelve más profunda, más empática. Siento que habitualmente cuidan a sus clientes con un trato cercano, pero también percibo cuándo las conversaciones y las relaciones cambian de nivel. Cuántas veces hablamos con una máscara puesta, con lo gratificante que es hacerlo a corazón descubierto.

Llega Helena con la carta:

– ¿Te dejo el menú y vas pensando lo que quieres cenar?

– Gracias. A ver qué tenéis. Acabo de empezar una dieta un tanto especial.

Me mira con extrañeza, porque mi aspecto físico no induce a pensar que necesite dieta, ni de adelgazamiento, ni de nada de nada.

– ¿Qué es lo que puedes tomar? Te podemos preparar lo que quieras.

Reviso la carta y veo que, con ligeras adaptaciones, puedo optar por un revuelto de setas y una ensalada con salmón.

– ¿Dónde prefieres cenar? ¿En el restaurante o aquí en el salón?

El restaurante está precioso, pero la idea de cenar en el salón me seduce.

Me siento plenamente en casa.

Después de una cena estupenda y muy bien presentada, me quedé un rato leyendo. Cuando me subí a la habitación, esta encantadora pareja me dio las buenas noches y, dato importante, la clave de la wifi.

– Mañana el desayuno es en el restaurante de ocho a once, pero si necesitas que te despertemos antes y preparemos algo, no tienes más que decírnoslo. 

Por mi gesto de sorpresa, Helena se ve en la obligación de darme una explicación:

– Es que aquí con frecuencia se alojan cazadores y ellos salen muy de madrugada.

– Ah – exclamo – Yo no soy nada madrugadora, más bien llegaré a las once y de milagro. Lo que no sé es si me iré mañana. Estoy muy a gusto aquí y tal vez me quede una noche más. ¿Habría algún problema?

– Ninguno. Si tienes frío esta noche, avísanos, ¿vale?

– No te preocupes, estaré bien – la sonrío y le doy las buenas noches.

Sentía que el chaparrón emocional ya había pasado, que volvía a estar en un nivel aceptable de bienestar y con ganas de reanudar paulatinamente mis hábitos. En el dormitorio me conecto con el PC  a Internet, brujuleo un poco por Facebook y por Netwriters, chateo un ratillo con mi querida Fefa, empiezo a escribir este diario de viaje y me duermo viendo un capítulo de Breaking Bad. Menudo personaje este Walter White.

Duermo de maravilla y el día me saluda con una mañana soleada y – ¡oh, sorpresa!  – escarcha en los campos.

Aún no me he aburrido lo suficiente de estar conmigo misma, así que decido quedarme un día más. Haré turismo.

Siguiendo las recomendaciones de Helena, me dirijo a un pueblo que ya está en la provincia de Soria que se llama Castillejo de Robledo y desde el que salen varias rutas de senderismo. Antes voy parando en cada pueblo que me encuentro.

Me sumerjo en un viaje medieval cuando llego al castillo de Pañaranda de Duero, con su torre del homenaje, las almenas, las saeteras y el matacán. Situado en lo alto de un peñasco, como solían ser los castillos de toda la vida, domina la visión de la llanura castellana. 

¿Qué más necesito para que mi imaginación desbordante comience a inventar historias de caballeros, guerras con los moros y doncellas recluidas? Aunque en estos viajes al pasado, siempre prefiero imaginarme a la gente normal y corriente. ¿Se refugiarían los campesinos en el recinto del castillo durante los ataques de los infieles? ¿Cómo sería su vida cotidiana? ¿En qué pensaría el joven soldado situado tras la aspillera mientras veía acercarse al enemigo?

Claramente me voy encontrando mejor. Viajar es una de mis pasiones y siento que este viaje ya no es sólo interior.

Hoy es doce de octubre. El cumpleaños de mi amiga Virginia. La llamo y charlo un ratito con ella. Después llamo a Curro, otro amigo, que está pasando el fin de semana en su pueblo, Tudela de Duero. El conoce bien esta zona de Burgos y me da una serie de recomendaciones, como las de visitar la ciudad romana de Clunia o acercarme a Covarrubias a hacer sonar una campana que, según la tradición, te asegura un buen novio y por supuesto, asistir a misa cantada en Silos.

Tal vez por la tarde o el domingo por la mañana haga algo de eso. Continúo mi camino hacia Castillejo y esta vez paro en Santa Cruz de la Salceda. Hay varias cosas que llaman mi atención, como el museo de los aromas, la iglesia, pero especialmente un letrero que indica que hay un lavadero tradicional. Sin pensarlo dos veces me pongo a buscarlo. Tengo que preguntar porque está un poco retirado. Cuando lo encuentro, por supuesto estoy absolutamente sola.

Nuevamente, en esa caseta techada de piedra por cuyo suelo discurre un canal, me vienen mil historias a la cabeza de mujeres cotidianas, del pueblo, que acudían a lavar allí la ropa, entre chismorreos y rumores sobre los avances de los rojos. No sé por qué, aunque el lavadero es bastante antiguo, imagino escenas de la guerra civil.

Hace un día despejado, de cielo limpio y azulísimo. Ya es casi mediodía. Me tomo unas nueces y enfilo con el coche hacia Castillejo. Ya comeré por allí.

Está todo relativamente cerca. Paso por algunas bodegas, pero, como es festivo, están cerradas. La carretera, que estaba bastante bien asfaltada pasa a un estado lamentable en cuanto atravieso la linde entre Burgos y Soria. Nunca llegaré a entender nuestro complejo sistema de administraciones locales, regionales, comarcales y siempre burocráticas.

En una media hora llego a Castillejo y no sé qué hacer. Hacia la izquierda hay un puente y un camino muy empinado que sube hacia unos edificios que parecen bodegas tradicionales. Hacia la derecha parece que está el pueblo en sí. Ninguna indicación de las rutas de senderismo.
Voy hacia la derecha con la esperanza de encontrarme con alguien. Por muy perdido que esté esto, digo yo que habrá un bar. Efectivamente a unos doscientos metros hay una plazuela con un bar, un restaurante y ¡gente en la calle!

Entro en el restaurante, que tiene anunciado un menú con cocido. Me siento tentada de renunciar a mi paseo por la naturaleza y saltarme la dieta metiéndome en el cuerpo un poco de colesterol. No, voy a ser buena. Encargo al camarero un bocadillo de tortilla francesa para llevármelo y le digo que me avise en el bar de al lado cuando esté listo, que me voy a tomar algo mientras tanto.

¿Y qué me tomo? Me apetecería un botellín de Mahou, pero los tengo restringidos. En fin, el buen vino puedo tomarlo, así que me pido un Protos y me salgo a la placita. 

En uno de los poyos hay una pareja con su hijo tomando un vermú. Él es un hombre bastante gordete, de unos cincuenta años, con barba poblada, camisa, chaleco de lana y una boina tipo chapela. Ella algo más joven, guapa y bien vestida. El chico que rondará los veinte me recuerda a mi sobrino Víctor.

– Hola, perdonad que os interrumpa, me han dicho que desde aquí hay unas rutas de senderismo muy bonitas. ¿Las conocéis?

— No nos interrumpes en absoluto. Estamos aquí relajados tomando el aperitivo – me dice el hombre, con una sonrisa en sus enormes ojos azules y ofreciéndome unas patatas fritas de una bolsa – Sí, hay un camino que sube desde el río, pasa por las bodegas y lleva hasta una ermita.

— Ah, sí. He visto antes las bodegas. ¿Y no hay alguna otra ruta que vaya por el río, entre árboles?

— Sí, también hay otro camino que sale por allí por la derecha, que va paralelo al río. Hay una zona muy bonita en donde el río se encañona, luego subes al páramo, que es un espectáculo, y ya después el camino gira a la izquierda y regresa al pueblo por el otro lado.

— Esa me parece más interesante. ¿Sabéis si es muy larga?

— Serán unos siete u ocho kilómetros.

— Uy, no sé si estoy en forma como para hacerla completa.

— Bueno, puedes hacerla hasta la mitad, que llegas hasta unas fuentes, y luego volverte. Pero yo, de verdad te aconsejo que subas hasta el páramo. ¿Tú sabes lo que es estar en medio del campo solo?

— Ya, no sé cómo será este páramo, pero conozco bastante bien los de Ecuador y sí, son paisajes sobrecogedores, por la amplitud y soledad.

— Yo no sé cómo serán los de Ecuador, pero cuando estás ahí arriba y tienes doscientos kilómetros a la redonda sin ver nada y a tu derecha, al fondo la Sierra de Ayllón y al otro lado, igual de lejos la Sierra de la Demanda, te quedas maravillado.

— Mi marido es que es un enamorado del páramo.

— Ya somos dos. ¿Has subido por la noche? El cielo con estrellas debe de ser espectacular.

— De lo más bonito que he visto en mi vida.

— ¿Sois de aquí?

— No, vivimos en Madrid, pero ya hace años caímos por aquí, nos encantó el pueblo y nos compramos una casa. Mira, es esa de allí arriba, la de los geranios.

— Si, el pueblo está muy bien— interviene el hijo. El único defecto es que no hay wifi ni 3G.

— Ni falta que nos hace, que ya pusieron hace un par de años la cobertura de móvil y esto ya no es igual— replica el padre con mezcla de cabreo y resignación.

— Yo también soy de Madrid. Me llamo Irene, encantada de conoceros.

— Yo soy Rosa — me da dos besos.

— Yo Aurelio – más besos.

— Y yo Aurelio junior.

— Aurelio Jr. Como Walter Jr. El de Breaking Bad — lo reconozco, estoy enganchadísima a esa serie.

— ¡Exactamente! — me contesta riendo.

— Y tú, ¿no te aburres en un pueblo tan pequeño?

— ¡Qué va! A mí me gusta mucho cocinar y me entretengo aquí. Hoy voy a hacer un rape con salsa de carabineros.

Mi estómago empieza a segregar jugos gástricos. Tomo un sorbito de vino para engañarle. Continuamos hablando de gastronomía, de los estudios, de las becas Erasmus (“Orgasmus” en palabras de Rosa), de viajes…

— ¿Por qué no te quedas a comer con nosotros? — me ofrece la mujer.

Me quedo sorprendida por su hospitalidad. Cuando viajas solo, surgen muchas más oportunidades de conocer a nuevas personas, de conversar con ellas y de recibir regalos de este tipo.

— Os lo agradezco un montón, pero ya me he encargado un bocadillo con la idea de tomármelo en medio del campo, seguramente junto a una de esas fuentes que me habéis dicho.

— ¿Aquí donde Javi? Es un chico estupendo. Como quieras, pero si necesitas algo, ya sabes cuál es nuestra casa.

— Muchas gracias. Entonces…. El camino ¿empieza por ahí?

— Sí, sigues esta calle y llegas a la iglesia y al castillo. Por cierto, ¿sabías que este es el pueblo de la afrenta de Corpes, donde mancillaron a las hijas del Cid? — me informa Rosa.

— No, no tenía ni idea.

— Pues ahora cuando pases fíjate, que hay una placa donde lo pone y está el fragmento del Cantar del Mío Cid.

Llega Javi con mi mega bocadillo. Veo que son las tres de la tarde y decido que no puedo retrasar más la caminata.

— Bueno familia, pues voy a pagar el vino y me voy a hacer la ruta.

— Que se te dé bien. Si luego quieres pasarte a tomar un café, vamos a estar en casa.

Me despido de ellos con más besos y con la sensación de tener una familia de adopción en Soria.

Antes de salir del pueblo, efectivamente veo la iglesia románica, el castillo y el fragmento del poema. 

¡Vaya con los Infantes de Carrión!


Me siento animada. Este viaje está resultando un éxito de encuentros y eso que no sé que aún falta alguno más.

... continuará

SIN RUMBO FIJO. CAPÍTULO III

Cuando salgo de la iglesia son las siete de la tarde y aún no tengo idea de dónde me voy a quedar a dormir. Voy a devolver la llave y de nuevo me quedo un rato hablando con Sor Teresa.

— ¿Cómo te ha ido?

— Bien, pero me he asustado mucho al bajar a la cripta, con las estatuas esas.

— Ya, se me ha olvidado advertírtelo y mira que hemos puesto esa reja con estrellas, para que a la gente no le impresione, pero ni con esas.

Me propone que cuando vuelva a Madrid me acerque a algún grupo de catequesis, porque cree que me puede ayudar mucho sentirme acompañada. Sé que lo dice pensando en mi bien y porque cree en ello, pero me pongo un poco a la defensiva con ese intento evangelizador. No sé, supongo que me gusta ir por libre, también en cuestiones de fe.

— ¿Has bebido del pozo?

— Sí. He pedido alegría.

Me sonríe. Hay ternura, compasión y calidez en su mirada.

No me apetece prolongar más ese momento. Estoy más relajada que cuando llegué, pero aún no he encontrado la ansiada serenidad. Compro unas pastas, le pregunto dónde me puedo alojar y nos despedimos, ella prometiéndome que todas las noches a las diez y media rezarían allí por mí y dándome el teléfono del convento, para que la llamase cuando quisiera.

Primer encuentro con alguien especial en ese fin de semana.

Me quita la idea de dormir en uno de los conventos y me sugiere que vaya a la casa rural o al hotel. La casa rural no la encuentro, en cambio el hotel “El Prado de las Merinas”, está bien indicado. ¡Qué gran acierto ir allí!

Es un edificio construido al estilo antiguo pero con toques de modernidad, como el restaurante acristalado de formas curvas. Está situado a las afueras del pueblo, en medio de una finca ajardinada y muy bien cuidada. Al buscar la puerta de entrada, paso por delante de las ventanas de un salón, con sillones y chimenea. ¡Qué acogedor! Ya me imagino yo allí con un libro o escribiendo algo mientras me tomó un té caliente.

En la recepción hay una mujer joven. 

— Hola, ¿tienen una habitación libre para dormir esta noche?

— Sí, ¿para ti sola?

— Sí

— ¿Y sólo una noche?

Me sorprende otra vez que me tuteen. Debe de ser costumbre de esta zona. No tenía por qué darle ninguna explicación, pero me apeteció hacerlo.

— Sí, la verdad es que iba de camino a San Sebastián y he parado aquí un poco de casualidad. Posiblemente mañana tire para el Norte.

— Vale, es para saber qué habitación te doy. Cuesta 51 euros con el desayuno, si quieres te la enseño.

— Sí, por favor.

La habitación es amplia, con una ventana que da al campo. El baño moderno y lleno de detallitos (¡¡genial la goma para el pelo!!)

— Muy bien, pues me quedo. ¿La cama tiene manta? ¿No tendré frío?

— Esta noche bajan bastante las temperaturas, pero tienes manta y si necesitas cualquier cosa, nos la pides. Si quieres te doy una habitación de las del otro lado, que puede que sean algo más cálidas.

— No, no hace falta, voy a estar bien.

De vuelta a la recepción le doy mi DNI y cuando le voy a dar la tarjeta de crédito, me dice que no hace falta. La gente por aquí te tutea y es muy confiada.

— Aprovechando que aún hay luz, ¿hay algún lugar por aquí cerca donde se pueda dar un paseo, que haya árboles, o río?

— Sí, aquí mismo, según sales del hotel hay un camino a la izquierda que va paralelo a un arroyo. Al principio está adoquinado, pero luego se mete entre campos de cultivo y es de tierra. 

— Perfecto, pues me voy ahora y ya luego saco la maleta y ceno aquí.


El camino es fácil, al principio discurre paralelo al arroyo, más tarde cruza un parque y ya justo antes de adentrarse en campo abierto bordea una alameda. Un sol débil va descendiendo ante mí, hace frío, pero la luz en la cara, el sonido de las hojas mecidas suavemente por la brisa y el fluir del arroyo, me hacen estar presente, en ese lugar, en ese momento. Vivo el aquí y el ahora con plena conciencia y siento que encuentro el estado de serenidad que necesitaba.



… continuará

martes, 15 de octubre de 2013

SIN RUMBO FIJO. CAPÍTULO II

…. Salgo al vestíbulo e intento abrir el portón con la llave, pero no soy capaz de girarla. Al otro lado de la puerta oigo a la monja que llega y me pregunta si tengo algún problema con la llave.

— Sí, la estoy girando, pero no consigo abrir.

—Prueba a girarla hacia el otro lado.

— Nada… — le digo, mientras intento mover la llave con ambas manos.

—Espera, que entonces te abro yo desde dentro.
Me quedo estupefacta. Si me podía abrir ella desde dentro, ¿para qué me dio la llave?

— Quédatela, porque así luego cierras cuando te vayas. Mira, aquí ves el claustro. Y por esas escaleras a la derecha subes al museo. Esta otra puerta la voy a cerrar, es la que da acceso a la zona de clausura.
Me acompaña hasta el claustro, que es amplio, luminoso, con una segunda planta construida sobre el corredor. Está muy bien cuidado, el césped del centro recién segado, en una esquina un árbol que parece un frutal y en otra dos cipreses. De las ventanas del pasillo superior cuelgan jardineras con geranios. Está ya en sombra a excepción de una de las esquinas, cuyos muros reflejan la luz de un sol oblicuo. Perfectamente alineado con los puntos cardinales en cada esquina.

— Esta era la casa de los Guzmán. Aquí vivió Domingo. Te dejo sola.

— Gracias.

Antes de irse, vuelve hacia mí y me pregunta:

— ¿Cómo te llamas?

— Irene

— Irene, ¿puedo rezar por ti?

—Claro — le respondo con lágrimas en los ojos. 

Me sonríe y se va. La actitud de aquella mujer termina por franquear todas mis barreras. En la esquina soleada me apoyo sobre esos muros con siglos de historia y rompo a llorar desconsoladamente, vomitando mi pena. Intento ponerle una palabra que dé apellido a esta tristeza. Abandono, soledad existencial, la soledad del enfermo, que diría mi amigo Santi, la conciencia de que las personas van y vienen, caminan a ratos a tu lado, pero de que tu camino es solo tuyo. ¿Y por qué vivir esto con tristeza?

Recuerdo las palabras de María, mi maestra de reiki: La mayoría de los conventos y monasterios medievales están construidos sobre vórtices energéticos. Si tus pasos te llevan a uno de ellos es porque necesitas recargarte.

Camino hacia la otra esquina en la que están los cipreses, que de repente se me antojan como dos enormes antenas. Me pongo entre ambos, en posición de canalizar energía y respiro. Siento cómo a cada respiración, el aire que antes se me quedaba atrapado en el pecho va bajando un poco más hasta conseguir una respiración abdominal tranquila. La energía empieza a fluir, empezando por mis manos. Cuando llega a mi pecho izquierdo comienzo a sentir pinchazos, como pequeños calambres. Esto ya lo he experimentado antes con María. Sí, me estoy haciendo reiki.



Después de un rato vuelvo al sol. Esta vez más calmada, disfruto del calorcito en la cara.

Cuando salgo del claustro veo un enorme cartel con frases de Santo Domingo, sobre la humildad, la caridad y otras virtudes. Las leo para ver si alguna me dice algo especial. Me quedo con la última: «Os seré más útil después de mi muerte». Parece macabro, pero para mí conecta con el sentido de trascendencia.

Voy a ver el museo. Es una gran sala diáfana de unos cien metros de largo. El forjado  y las vigas de madera que lo sustentan están a la vista. Está en penumbra. La única luz que hay entra oblicua por una ventana ojival partida por un mainel, al fondo de la sala. Podría encender las luces, pero no quiero romper la magia de esos dos rayos de luz paralelos, que reflejados en diagonal por el suelo van a enfocar una caldera de cobre. No me resisto a sacar una foto.


En el museo, antiguos tapices, bargueños y santorales del siglo XII. Me trasporto a aquella época con facilidad y luego pienso que esta comunidad de monjas, sigue viva después de casi mil años. ¡Cuánta gente ha pasado por aquí, ha vivido y se ha muerto! ¿Y qué? El contacto con la historia antigua me hace relativizar el tiempo, la vida y la muerte.

Deambulo un rato más entre manuscritos y documentos que atestiguan las donaciones que los reyes y los nobles hicieron otrora al convento. Lástima que estén protegidos por un cristal, porque me hubiera gustado reconfortarme con el olor de la lignina oxidada. Carmen, mi querida Carmen, gracias a aquel artículo que trajiste a tu muro sobre el olor de los libros antiguos, puedo poner nombre a ese aroma tan particular.

No me entretengo más, ni siquiera vuelvo a entrar en el claustro. Tengo la sensación de que lo que tenía que hacer ahí ya está hecho.

Vuelvo al vestíbulo, llamo al timbre y enseguida me abre la misma monja.

— Muchas gracias. Le devuelvo la llave.

— Irene, soy Sor Teresa, la maestra de novicias. Si quieres contarme lo que te pasa, te escucho con el corazón abierto. Desprendes muchísima tristeza.

— ¿Tanto se me nota?

— Sí, mucho.

Le cuento un poco mi vida, mis circunstancias y ella me cuenta la suya, cómo llegó a hacerse monja a los veintiséis años, después de un intento de matrimonio fracasado. Me habla del amor de Dios, que se manifiesta en las dificultades.

— ¿Y me dices que tu cáncer está más o menos estable desde hace dos años?

— Sí, a veces avanza y a veces retrocede, pero de momento no sale de ahí.

— Es un mensaje de Dios.

No es la primera vez que me lo dicen.

— Eso creo yo, pero llevo dos años tratando de descifrarlo y no termino de conseguirlo.

Voy a empezar otra vez a llorar, así que la mujer saca otra llave gigante con una cadenita de la que cuelga una llave pequeña y moderna.

— Anda, vete a la iglesia que es la puerta de al lado. Entras con esta llave grande. En un lateral está la sacristía y al fondo, las escaleras que bajan a la cripta. Con esta llave pequeña accedes a ella. Hay un cuadro de luces, préndelas todas. Uno de los interruptores enciende el pozo. Verás un pequeño armarito. Dentro hay vasos. Bebe de esa agua y ten fe.

Salgo del convento y me parece que estoy viviendo una historia de ficción. Esta vez abro la puerta de la iglesia sin dificultad, a pesar de lo grande que es. Me impresiona entrar allí sola. ¡Qué confiada, la monja! Se cierra la puerta y cuando se para el eco, un silencio absorbente envuelve el aire. A media luz consigo ver el altar, un retablo y unos cuantos bancos. Es más sencilla y moderna de lo que me esperaba a juzgar por el aspecto exterior del edificio.

Bien, paso uno conseguido, ahora a buscar el pozo. La única puerta que hay me lleva a la sacristía y allí están, como me había dicho Sor Teresa, las escaleras de bajada. Justo antes de las escaleras, en la pared de la izquierda hay dos cofres de materiales preciosos y una especie de ventanita de cristal. Leo los carteles que hay encima: Don Félix de Guzmán y Don Antonio de Guzmán. ¡Dios mío, si son huesos humanos! ¡Jodeeer!

Cuando me repongo de la impresión, decido que voy a bajar al pozo de todos modos. La escalera gira a la izquierda y el paso está bloqueado por una reja de hierro con un candado. Bien, la llave pequeña… el candado se abre y la reja también. Continúo bajando por la escalera cada vez más oscura. Un golpe metálico me hace dar un respingo. ¡Coño, es la reja que ha chocado contra la pared! Intento relajarme. Me viene a la cabeza la bajada a otra cueva… pero esa es otra historia.

Al final de la escalera se abre una sala, apenas iluminada por un foco led de éstos de emergencia. Cuando voy a entrar… ¡hay alguien a mi izquierda! ¡Hostias, hostias, hostias, la puta monja! Busco a tientas algún interruptor. Se enciende una luz general y puedo ver que lo que hay a mi izquierda, detrás de una reja con estrellas, es una sepultura de mármol, con una escultura del muerto yaciente y custodiada por cuatro estatuas de cuatro monjes con capucha. ¡La madre que me parió! ¿Quién me manda a mí meterme en estas historias?

Busco el cuadro de luces para encender todo, no quiero más sorpresas. La cripta se va iluminando por partes a medida que subo los automáticos. Veo el pozo, que curiosamente es hiper-moderno, pero no sale agua. Pruebo con un automático que está separado a la derecha. Una de dos, o es el del pozo o es el general y me vuelvo a quedar a oscuras.

El sonido del agua me hace soltar un suspiro de alivio. Después de echar un vistazo general a la cripta, me siento en uno de los bancos corridos a recuperarme un poco. No estoy ahora en condiciones de pensar ningún deseo coherente. Sigo como en una película y me empieza a surgir en la cabeza algún relato de intriga. Me dejo llevar. Con el móvil le saco una foto a la llave de la iglesia. Si salgo de esta, verla me ayudará a recordar las sensaciones y a poner en papel el relato.


Después de ese momento creativo, vuelvo a la realidad. Estoy en una cripta, delante de un pozo milagroso y voy a beber y a pedir algún deseo. Me concentro. Obviamente pido salud y bebo un vasito de agua, pero siempre que pido este deseo, me surgen muchas dudas. ¿Pedir salud significa que el cáncer desaparezca? ¿Debería pedir eso más concretamente? En fin, confío en que Dios, Santo Domingo o quien quiera que se vaya a encargar de cumplir mi deseo, sepa interpretarlo correctamente. Entonces recuerdo cómo estaba en el claustro, hacía apenas una hora. Y cojo un segundo vaso. Esta vez pido: quiero vivir mi soledad existencial con alegría.

… continuará

lunes, 14 de octubre de 2013

SIN RUMBO FIJO. CAPÍTULO I

Viernes, 11 de octubre. Tres de la tarde en Madrid. Quiero estar sola, pero no en mi casa. Estoy triste, llevo varios días triste. Quiero ver el mar y también campos verdes. Nadie me espera, a nadie le debo cuentas. En el maletero del coche siempre llevo una bolsa con algo de ropa y un kit básico de supervivencia: cepillo de dientes, crema hidratante, medicinas y rímel. En el bolso el resto de lo necesario: algo de dinero, tarjetas de crédito, tabaco, un par de libros, un móvil con cámara de fotos, un cuaderno y lapiceros.

Salgo por la carretera de Burgos sin un destino fijo, tal vez San Sebastián, aunque es posible que me entretenga por el camino.

Conducir es para mí una de las mejores formas de meditar. Me voy dejando llevar por la música que sale de manera aleatoria desde el iPod. Poco a poco la mente se va vaciando de problemas cotidianos para llenarse de paisajes que tienen banda sonora original. La intuición ya dirige mis pasos.

A la altura de Aranda de Duero me viene a la mente el Monasterio de Silos. Meto la dirección en el navegador del coche. Confío plenamente en él para estas ocasiones en las que no hay prisa, siempre me lleva por carreteras secundarias, pueblos semi-abandonados y parajes insólitos. Y esta vez tampoco me falla.

Primera paradita en Villabilla de Gumiel, que tiene una ermita románica a la entrada del pueblo con unos bancos orientados a poniente. Son las cinco de la tarde, qué buen momento para un cigarrillo tomando un poco de este sol de otoño.


Continúo por la carreterucha, que atraviesa campos de trigo, pinares y algún viñedo en los que hay paisanos vendimiando. Me dan ganas de parar y ponerme con ellos, para recordar otros tiempos. Nota mental: “cuando vuelvas a casa añade al kit de supervivencia tu navaja, por si te da por vendimiar”.

Tras unas curvas, aparece ante mí Caleruega. Las señales rosas que indican que tiene varios monumentos románicos, me invitan a pararme. Siguiendo la calle principal llego a una plaza en la que hay una iglesia, la Torre de Guzmán y dos conventos. Aparco y me meto en el primero de ellos.

— Buenas tardes.

— Buenas tardes  — me contesta el hombre tras la ventanilla.

— ¿Este edificio se puede visitar?

— Sí, pero es más bonito el convento de las monjas, porque este lo restauraron en el siglo XIX y se lo cargaron y el de ellas es del siglo XII.

— Ah… y ¿dónde está?

— Según sales, vas a la derecha y en la siguiente puerta. Te metes y verás una puerta a tu izquierda con un cartel que pone «pastas». Llamas al timbre y ahí te abren las monjas.

— Muchas gracias. 

— Espera, toma estos folletos con información sobre el pueblo.

— Gracias, muy amable.

Salgo del convento de los curas y me dirijo al de las monjas. Tengo una curiosidad tremenda por saber lo que me espera. Si he parado aquí será por algo. He salido de Madrid buscando paz, energía positiva, luz y he ido a parar en un convento en Caleruega. Por algo será.

Entro por la siguiente puerta en la calle y, efectivamente, en un vestíbulo hay un portón de madera enorme de frente y una puerta pequeña a la izquierda, sobre la que cuelga el citado cartel de «pastas». Ambas (¿o ambos?, dudo sobre la concordancia correcta) están cerradas, pero hay un timbre bajo el cual un mensajero de Seur ha dejado un aviso de intento de entrega fallido por encontrarse ausente el destinatario. Llamo al timbre. Espero tres largos minutos y nadie contesta. Estoy dudando entre irme o llamar de nuevo, cuando un «meeeec» electrónico hace que la puerta de abra. Accedo a una pequeña sala con una ventana en la pared del fondo tras la cual aparece una monja, ni joven ni vieja, un poco regordeta, con gafas y cara de buenísima persona.

— Buenas tardes.

— Buenas tardes. Me han dicho en el convento de al lado que éste sí que merece la pena 
 visitarlo. ¿Se puede ver?

— Sí, claro. Se puede visitar el claustro y el museo.

— Ah, el claustro… eso sería fantástico… he venido a…

— Buscar paz, ¿verdad?

— Sí… eso es exactamente lo que ando buscando.

— Pues te voy a dar la llave que abre la puerta de madera grande que hay ahí afuera. La 
abres y accedes al claustro y luego a la derecha hay unas escaleras que suben al museo.
Me tiende una llave antigua de hierro, que pesa por lo menos dos kilos. Es enorme. Me sorprende que me tutee. Mirándome fijamente a los ojos me dice:

— Puedes quedarte todo el tiempo que necesites. Luego cuando salgas me devuelves la llave y te doy la de la iglesia. Abajo hay una cripta y un pozo, en el lugar donde nació Santo Domingo. No sé qué te pasa, pero cuando bajes, bebe agua de ese pozo, porque se cumplen todos los deseos.

…. continuará

domingo, 6 de octubre de 2013

TESTIGO DE EXCEPCIÓN

No me preguntéis qué hacía yo en Londres en octubre de 1989. Se suponía que me había ido, dejando un trabajo prometedor y un novio formal en Madrid, para aprender inglés, pero creo que aquello fue solamente una excusa para liberarme de una vida en la que acababa de meterme y que me agobiaba. Sé la chica buena, haz lo que esperan de ti, cumple con las expectativas de la sociedad y de tu familia.

Y no me preguntéis cómo llegué a aquel albergue YMCA en Portland Street. Supongo que fue el primer hotel barato que tenía plazas libres cuando, desde una cabina de teléfono en Victoria Station, me puse a buscar alojamiento.

No me preguntéis por qué en mi segundo día en Londres me dio el punto de bajar a la sala común del albergue y acercarme a aquellos chicos que jugaban al billar entre bromas  y en un inglés perfecto. Me imagino que fue porque me pareció una buena oportunidad de conocer a gente de allí.

Tampoco queráis saber por qué el más guapetón de todos, me preguntó de dónde era, cómo me llamaba y me vaciló haciendo un juego de palabras con mi nombre. Supongo que siempre he atraído a los tíos, a pesar de no ser especialmente guapa y que en aquel lugar, una española era algo ciertamente exótico, como exótico me pareció él: alto, delgado, ojos negros como su piel y una sonrisa cautivadora y divertida.

No me preguntéis qué hizo que Daniel, así se llamaba aquella belleza anglo-africana, y yo nos hiciésemos amigos y algo más. Se suponía que yo tenía novio, pero nunca se sabe dónde puede saltar la chispa de la atracción entre un hombre y una mujer. Y fue allí, en Londres, ante una mesa de billar, entre un chico negro de origen keniano y una madrileña de pura cepa tomándose el pelo en inglés. Supongo que el sentido del humor compartido siempre ha sido un buen combustible y que yo hacía tiempo que no me reía tanto.

Queridos lectores, imagino que seguiréis preguntando, porque las historias de adulterio suelen despertar la curiosidad, por no decir morbo, de la gente. O, si ese no es vuestro caso, tal vez queráis saber qué tiene esto que ver con campanas de libertad.

Pues no me preguntéis cómo conseguí un día llegar hasta la casa que Daniel compartía con unos cuantos amigos, en un barrio de las afueras de Londres. Supongo que me había dado él la dirección, que fui en algún tren de cercanías y qué él me esperaba en la estación. 

Querréis saber qué me hizo llegar hasta allí, a un barrio de clase media, a una urbanización de adosados, a una casa llena de colchones, en la que vivían por lo menos quince hombres, todos negros, todos enormes. Supongo que fue mi curiosidad insaciable y la confianza que deposito de manera natural en las personas.

Llegados a este punto, vuestra curiosidad es posible que esté tan despierta como la mía entonces y querréis preguntarme qué pasó en esa casa. Y os diré que en aquella casa pasó algo extraordinario. Supongo que tomarse unas cervezas, hablar de cine y deportes y bromear sobre el terrible acento de la nueva amiga española hasta altas horas de la madrugada no es nada del otro mundo entre chicos de veinte años. Pues eso es lo que estaba pasando… hasta que uno de ellos encendió la televisión y en las noticias dieron aquel titular: ¡Liberados Walter Sisulu y otros siete líderes del Congreso Nacional en Sudáfrica!

No me preguntéis por qué la historia me hizo ser testigo de aquel momento, en aquel lugar y con aquellas personas. Supongo que fue el azar, o tal vez el destino, este que me está haciendo ahora describir aquel capítulo para que vosotros lo leáis.

Observadora de excepción, quince hombres negros de origen africano gritaban, se abrazaban, lloraban, bailaban, daban saltos. Empezaron a llegar otros vecinos. Las cervezas corrían sin control, todos estaban felices. Daniel se acordó de mí, se me acercó, me cogió de las manos y con los ojos humedecidos y su sonrisa más brillante me dijo: «Now, they will set Mandela free!!»

Me abrazó muy fuerte. Y en su abrazo latían campanas de libertad.

miércoles, 2 de octubre de 2013

EN EL «GHAT» GANGAUR

Sajjan Singh se levantó temprano aquel día, al amanecer. Era una costumbre que había adquirido desde hacía un mes, cuando se trasladó al palacio de verano sobre el Lago Pichola.

Entre los meses de abril a junio, cuando las temperaturas subían hasta alcanzar los cuarenta y cinco grados, la familia del Maharajá de Mewar, al completo, abandonaba el palacio de invierno en el centro de Udaipur, para disfrutar del clima más fresco que aportaba la humedad del lago.

Desde la terraza noreste de su palacio-isla, se relajaba contemplando a lo lejos la actividad que, ya desde tempranas horas del día, se desarrollaba en el «Ghat» Gangaur. 

En aquellas escaleras que descendían hasta las aguas del lago, hombres y mujeres acudían diariamente a su aseo personal. Los hombres, ataviados con una tela de algodón blanca que ataban a su cintura y con la que apenas cubrían sus partes íntimas, se metían en el lago y se enjabonaban todo el cuerpo, incluso la cabeza.

Unos metros más allá, las mujeres con sus saris de vivos colores descubrían sus pechos y procedían igualmente a enjabonarse el cuerpo de manera que no se les viese nada más.

Un ritual diario antes de que cada cual se dirigiera a sus actividades cotidianas, de acuerdo a su casta.

Poco después llegarían las «dhobi», aquellas mujeres con enormes fardos de tela sobre su cabeza y una pala de lavar en las manos. Era relajante verlas trabajar, lavando las prendas al ritmo acompasado de sus palas de madera, con las que golpeaban las telas sobre los escalones del «ghat». 

En invierno, Sajjan Singh solía acudir a los «ghats» vestido como uno más, escondiendo su condición de rey. Le gustaba observar de cerca a su pueblo. Y en aquella mañana de verano, aunque más alejado, aún podía evocar las conversaciones risueñas de las mujeres mientras lavaban la ropa.

Fue en una de esas incursiones de incógnito como se fijó en Lata, una lavandera joven de ojos profundos. Su sari de color naranja que le moldeaba una silueta de bonitas curvas, sus pies descalzos, su larga melena negra… rebosaba sensualidad y sin embargo, su mirada desprendía tristeza cada vez que, disimuladamente, posaba los ojos en uno de los muchachos que se bañaban, al otro lado de la barandilla.

Indagando, descubrió que Lata, que apenas tenía quince años, había contraído matrimonio a los cuatro con un hombre joven que trabajaba junto a su padre, en el teñido de telas. Cuando llegó a la pubertad y siguiendo la tradición familiar india, Lata se fue a vivir con su esposo a la casa de los padres de este. Una niña de doce años en manos de su marido de casi treinta.  Salir cada día a lavar la ropa era su única oportunidad para ver a chicos de su edad.

Matrimonios convenidos desde la infancia, amores imposibles, un pueblo dividido en los compartimentos estancos que eran las castas y una sociedad en la que el hombre ejercía una clara supremacía sobre la mujer. Así era la gente sobre la que debía gobernar, así era la sociedad tradicional en la que Sajjan Singh vivía y gracias a la cual, su familia se perpetuaba en el poder como una de las dinastías más antiguas del mundo.

Él era muy joven cuando murió su antecesor, su primo Shambu. Él, que amaba la poesía, la música y las artes, quería el progreso y la prosperidad para su pueblo. Por eso se alió con los británicos para que le apoyaran en la lucha contra su tío por la sucesión. Por eso acababa de crear el «Shri Desh Hitaishini Sabha». Un foro en el que debatir sobre la educación de las mujeres, sobre las supersticiones, sobre el consentimiento mutuo del hombre y la mujer a su propio matrimonio, sobre un enfoque moderno de la medicina…

Desde la terraza de su palacio en la isla de Jadmandir,  aquel amanecer del verano de 1877, Sajjan Singh contemplaba a lo lejos a las mujeres lavando la ropa en los «ghats» y soñaba con un futuro diferente para su pueblo.