lunes, 14 de octubre de 2013

SIN RUMBO FIJO. CAPÍTULO I

Viernes, 11 de octubre. Tres de la tarde en Madrid. Quiero estar sola, pero no en mi casa. Estoy triste, llevo varios días triste. Quiero ver el mar y también campos verdes. Nadie me espera, a nadie le debo cuentas. En el maletero del coche siempre llevo una bolsa con algo de ropa y un kit básico de supervivencia: cepillo de dientes, crema hidratante, medicinas y rímel. En el bolso el resto de lo necesario: algo de dinero, tarjetas de crédito, tabaco, un par de libros, un móvil con cámara de fotos, un cuaderno y lapiceros.

Salgo por la carretera de Burgos sin un destino fijo, tal vez San Sebastián, aunque es posible que me entretenga por el camino.

Conducir es para mí una de las mejores formas de meditar. Me voy dejando llevar por la música que sale de manera aleatoria desde el iPod. Poco a poco la mente se va vaciando de problemas cotidianos para llenarse de paisajes que tienen banda sonora original. La intuición ya dirige mis pasos.

A la altura de Aranda de Duero me viene a la mente el Monasterio de Silos. Meto la dirección en el navegador del coche. Confío plenamente en él para estas ocasiones en las que no hay prisa, siempre me lleva por carreteras secundarias, pueblos semi-abandonados y parajes insólitos. Y esta vez tampoco me falla.

Primera paradita en Villabilla de Gumiel, que tiene una ermita románica a la entrada del pueblo con unos bancos orientados a poniente. Son las cinco de la tarde, qué buen momento para un cigarrillo tomando un poco de este sol de otoño.


Continúo por la carreterucha, que atraviesa campos de trigo, pinares y algún viñedo en los que hay paisanos vendimiando. Me dan ganas de parar y ponerme con ellos, para recordar otros tiempos. Nota mental: “cuando vuelvas a casa añade al kit de supervivencia tu navaja, por si te da por vendimiar”.

Tras unas curvas, aparece ante mí Caleruega. Las señales rosas que indican que tiene varios monumentos románicos, me invitan a pararme. Siguiendo la calle principal llego a una plaza en la que hay una iglesia, la Torre de Guzmán y dos conventos. Aparco y me meto en el primero de ellos.

— Buenas tardes.

— Buenas tardes  — me contesta el hombre tras la ventanilla.

— ¿Este edificio se puede visitar?

— Sí, pero es más bonito el convento de las monjas, porque este lo restauraron en el siglo XIX y se lo cargaron y el de ellas es del siglo XII.

— Ah… y ¿dónde está?

— Según sales, vas a la derecha y en la siguiente puerta. Te metes y verás una puerta a tu izquierda con un cartel que pone «pastas». Llamas al timbre y ahí te abren las monjas.

— Muchas gracias. 

— Espera, toma estos folletos con información sobre el pueblo.

— Gracias, muy amable.

Salgo del convento de los curas y me dirijo al de las monjas. Tengo una curiosidad tremenda por saber lo que me espera. Si he parado aquí será por algo. He salido de Madrid buscando paz, energía positiva, luz y he ido a parar en un convento en Caleruega. Por algo será.

Entro por la siguiente puerta en la calle y, efectivamente, en un vestíbulo hay un portón de madera enorme de frente y una puerta pequeña a la izquierda, sobre la que cuelga el citado cartel de «pastas». Ambas (¿o ambos?, dudo sobre la concordancia correcta) están cerradas, pero hay un timbre bajo el cual un mensajero de Seur ha dejado un aviso de intento de entrega fallido por encontrarse ausente el destinatario. Llamo al timbre. Espero tres largos minutos y nadie contesta. Estoy dudando entre irme o llamar de nuevo, cuando un «meeeec» electrónico hace que la puerta de abra. Accedo a una pequeña sala con una ventana en la pared del fondo tras la cual aparece una monja, ni joven ni vieja, un poco regordeta, con gafas y cara de buenísima persona.

— Buenas tardes.

— Buenas tardes. Me han dicho en el convento de al lado que éste sí que merece la pena 
 visitarlo. ¿Se puede ver?

— Sí, claro. Se puede visitar el claustro y el museo.

— Ah, el claustro… eso sería fantástico… he venido a…

— Buscar paz, ¿verdad?

— Sí… eso es exactamente lo que ando buscando.

— Pues te voy a dar la llave que abre la puerta de madera grande que hay ahí afuera. La 
abres y accedes al claustro y luego a la derecha hay unas escaleras que suben al museo.
Me tiende una llave antigua de hierro, que pesa por lo menos dos kilos. Es enorme. Me sorprende que me tutee. Mirándome fijamente a los ojos me dice:

— Puedes quedarte todo el tiempo que necesites. Luego cuando salgas me devuelves la llave y te doy la de la iglesia. Abajo hay una cripta y un pozo, en el lugar donde nació Santo Domingo. No sé qué te pasa, pero cuando bajes, bebe agua de ese pozo, porque se cumplen todos los deseos.

…. continuará

No hay comentarios:

Publicar un comentario