sábado, 13 de abril de 2013

AÑOS DE FÚTBOL


Siempre que escucho la palabra experimento la asocio irremediablemente al fútbol.

Cuando era pequeña, el fútbol era ese juego al que mis compañeros se dedicaban día sí y otro también en el patio del colegio, con una bola improvisada de papeles de aluminio sujetos por una goma elástica. No era el mismo tipo de goma que nosotras, las niñas, utilizábamos para jugar a las alturitas y al “barbacoa”. Eran mundos de niñez disociados.

A los catorce años, el fútbol pasó a ser ese rival a vencer. Nosotras, más desarrolladas que los chicos de la clase, buscábamos su atención mientras ellos se debatían entre su infancia de balompié y los ataques intermitentes de testosterona.

Hubo un tiempo en el que convivimos pacíficamente. Como esas parejas modernas de hoy, los domingos por la tarde mi novio y yo teníamos licencia para ponernos los cuernos, yo con Umberto Eco y él con Santiago Bernabéu.

Descubrí una nueva dimensión del fútbol la primera vez que fui al estadio a ver un derbi Real Madrid – Atleti. Mis ojos observaban todo con la curiosidad de una niña y mis oídos perdieron aquella tarde la virginidad. Delante de mí, dos señoras de mediana edad proferían contra el árbitro los insultos más soeces que jamás hubiera imaginado: ¡Hijo de puta! ¡Que tienes el culo más grande que la boca del metro! En el mismo instante mi novio, totalmente fuera de sí, lanzaba una naranja contra el linier (¿Eres tú, cariño, el mismo que anoche me cubría de besos?).

Aquella tarde comprendí que era observadora de un experimento sociológico malévolo y decidí entrar a formar parte de él.

El 9 de abril de 1995  tuve la ocasión de participar activamente. El Real Madrid se enfrentaba al Real Zaragoza en liga. Mi ya marido y sus amigos tenían un abono en el primer anfiteatro.  Mi misión comenzaba por tratar de colarme sin pagar en el estadio. Primero entrarían los titulares del abono y una vez adentro, desde las escaleras de la esquina sureste, que eran abiertas y daban hacia la calle, lanzarían sus carnets para que otros dos amigos y yo los cogiéramos al vuelo y entrar con ellos, eso sí, tratando de tapar la foto con el dedo pulgar. Me sentía muy tensa en el momento de mostrarle el abono al revisor, un chico joven que evidentemente se dio cuenta de mi supuesta audacia, me guiñó un ojo y me dejó pasar. ¡Primera prueba conseguida!

Nos dirigimos a la zona de socios pero, como es lógico, el número de asientos igualaba al de abonados, así que los furtivos nos sentamos en las escaleras. En ese momento me di cuenta de que no éramos uno ni dos. Las escaleras, que servían además como vía de evacuación, estaban totalmente abarrotadas. Contemplé extasiada un Santiago Bernabéu lleno hasta la bandera y en este caso podría decirse que no era una metáfora, ya que según la prensa del día siguiente unas diez mil personas habían accedido sin localidad.
Empecé a tomar notas mentales. El sonido del bombo de Manolo acompañaba al griterío del público, a los chistes socarrones y al crujir de las pipas. Humo de cigarros puros y de bengalas. En el campo veintidós hombres dando patadas a una pelota de un lado para otro. Ajena a lo que acontecía en el césped, comencé a escrutar a los asistentes: peñas locales, grupos de amigos, yuppies que de lunes a viernes vestían traje de Hermès, estudiantes, profesores, abuelos con sus nietos, familias completas, funcionarios, albañiles, parados…y yo. Todas aquellas gentes compartiendo aquel momento semanal en el que podían transformarse y dejar salir las frustraciones y los instintos más básicos. Aquello era algo así como una terapia colectiva y multitudinaria, un borrón y cuenta nueva para poder comenzar la semana algo menos jodidos.

Me sentí transportada a la Antigua Roma: en el coliseo los gladiadores luchaban entre sí mientras el pueblo se desahogaba. Y el futbol adquirió de repente una nueva dimensión, la antropológica. Saberme secretamente partícipe de un experimento social que se remontaba a los inicios de la cultura occidental me produjo una punzada de alegría, de sentido de pertenencia, de vuelta a mis orígenes.

Pasaron los años y el fútbol se fue acomodando en mi vida. Los lunes comentaba en el trabajo los partidos del fin de semana, hacíamos porras y discutíamos sobre los fichajes de invierno.

En aquella época me gustaba viajar y fue entonces cuando alcancé conciencia de la talla universal del experimento. Ya fuera en la India, en Marruecos o en Perú, cuando alguien se interesaba por tu procedencia y contestabas que venías de España, la pregunta inmediata era ¿Barça o Real Madrid?

Hoy en día estoy jubilada y el experimento continúa, pero con una nueva dimensión: la gerontológica. Todos los meses mi marido y yo pagamos religiosamente la cuota de Canal Plus con la secreta esperanza de que, los domingos por la tarde, se reúnan en torno a nosotros y al partido televisado todos nuestros hijos y nietos ya que, de otro modo rara vez los veríamos.


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