lunes, 9 de septiembre de 2013

1998. EN LAS LAGUNAS DE MOJANDA

Existen en Ecuador muchos lugares únicos, por su soledad, por su fauna, por su clima, por su exotismo, por sus gentes. Afortunadamente, Ecuador es un país pequeño (como Andalucía, aproximadamente) y no goza de la fama y la riqueza arquitectónica inca de su vecino Perú. Tal vez esa sea una de las razones por las que no es un destino muy frecuentado por los turistas que, cuando van, se limitan a conocer Quito y Guayaquil, algunos mercados indígenas típicos, la colonial Cuenca, la obligada excursión al volcán Cotopaxi y, si el presupuesto es lo bastante elevado, unos días en Galápagos. Y digo afortunadamente porque aún conserva selvas vírgenes, bosques primarios, poblados indígenas y rincones escondidos que son verdaderas joyas.
Uno de mis preferidos es el páramo de las Lagunas de Mojanda.

A pesar de encontrarse cerca del pueblo de Otavalo, uno de los centros indígenas más activos del país y también más turístico, Mojanda es un lugar muy poco conocido, quizás por su difícil acceso.  Desde la Panamericana que recorre el altiplano y el país de Norte a Sur, entre San Pablo y Otavalo, a la izquierda, comienzan unos cuantos kilómetros de subida por una carretera adoquinada, y llena de agujeros y deslaves, que atraviesa un paisaje de pequeñas fincas en las que los indígenas cultivan sus papas y el maíz desafiando a la pendiente.

Más arriba, la carretera se transforma en camino de tierra. Es el ascenso al crácter del extinguido volcán Mojanda en cuyo fondo se encuentran tres impresionantes lagunas de aguas cristalinas y heladas. Desde el borde del cráter, entre laguna y laguna, el camino desciende, serpentea, se estrecha, se embarra y tan sólo es accesible hasta cierto punto con un cuatro por cuatro pequeño, después, a pie.

La altitud aquí es de 3400 metros sobre el nivel del mar. A pesar de estar en el Ecuador, el clima es frío y las nubes, que parece que pueden tocarse, por la tarde descienden, transformándose en una suave niebla que dota al entorno de un aspecto fantasmagórico.

Más allá, a lo lejos, la cumbre nevada del volcán Cotacachi, siempre pendiente de su pareja, el Imbabura. Pero esa es una bonita leyenda quíchua que contaré otro día.

La vegetación está formada principalmente por pajonales de un color verde parduzco que varía según las hierbas son movidas por el viento.

He visitado en varias ocasiones ese lugar. 

En una de ellas, fuimos un fin de semana a acampar con un grupo grande de amigos, tras seis horas de ruta a caballo. Por la noche, con los caballos amarrados a los juncos, contamos historias en torno a un fuego, mientras el cielo, sorprendentemente despejado, nos regalaba un espectáculo de estrellas. Fue uno de esos momentos en los que te sientes en comunión con la Naturaleza, formando parte de ella. Fue todo muy idílico hasta que, ya el campamento durmiendo, el Inquieto, uno de nuestros caballos que no estaba castrado, se desató y se dedicó a molestar a las yeguas. Creo que no salimos tarifando con sus dueños gracias a que éramos los únicos extranjeros del grupo.

Pero si hay un día en Mojanda que recuerdo con especial detalle fue cuando vino a visitarnos mi amigo de la infancia, Rafa. A mí me gustaba acompañar a las visitas a hacer excursiones y pequeños viajes por el país y Mojanda, además de ser bonito, quedaba cerca de nuestra casa. Rafa siempre había sido de los más atrevidos de la pandilla y yo siempre había sido para él su amiga la buenecita, la empollona, la obediente. Cuando llegamos a Mojanda, era un día entre diario y no había un alma en kilómetros a la redonda y recuerdo que me dijo con tono de suficiencia: 

- Te voy a enseñar lo que es capaz de hacer tu Vitara. 

Candamos las ruedas y en primera, muy despacito, hizo subir el coche por una pendiente de más de 45 grados. Aún puedo ver su sonrisa triunfal que me decía: “estás aquí, viviendo tu aventura ecuatoriana y no sabes ni manejar un cuatro por cuatro”.

Me gustaba verle feliz y le acompañé en su entusiasmo, sabiendo que aún me guardaba un as en la manga. 

- Vayamos hasta la laguna pequeña, la que está más al fondo y bajemos hasta el borde del agua – le propuse.
Cuando alcanzamos la orilla, estábamos en el fondo del cráter y a nuestro alrededor tan sólo las montañas y el viento. 
- Vamos a hacer algo que nunca has hecho – le dije en tono misterioso. 
Entre incrédulo y divertido, me siguió hasta el coche. Allí, de la guantera, saqué mi revólver calibre 22 y se lo ofrecí, tendiendo mis manos hacia él.
- ¡Hostias! ¿Es de verdad?
- Sí. No he querido asustarte hasta ahora, pero bueno, este país es más peligroso de lo que aparenta. Hace unos meses recibimos amenazas de secuestro y desde entonces llevo arma. He aprendido a utilizarla. Esta y las recortadas que tenemos en casa.
- ¡¡¡Joder!!! ¿Has disparado a alguien?
- No, por suerte no ha hecho falta. No creo que fuera capaz de hacerlo. La llevo porque me han insistido mucho, pero llegado el momento de un atraco o algo así, creo que es contraproducente llevar un arma que no piensas utilizar. ¿La quieres coger? Podemos hacer prácticas de tiro.
- ¿Aquí?
- ¿Por qué no? No hay absolutamente nadie.

La adrenalina podía olerse. Improvisamos una diana e hicimos algunos disparos, que retumbaron en todo el volcán. Nadie apareció a ver qué pasaba.

Después he vuelto a Mojanda en varias ocasiones más, pero para mí, aquel lugar estará impregnado para siempre del olor a pólvora, de la excitación de aquel momento y de la cara de perplejidad de mi amigo, intentando encajar aquello, intentando entender cómo aquella chiquilla inocente con la que jugaba a llamar a los timbres y salir corriendo, había dado un giro tan radical a su vida.

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