domingo, 9 de junio de 2013

PROCRASTINACIÓN


Estaba en una de esas tediosas conversaciones telefónicas con el padre de sus hijos cuando le oyó decir:

- Deberías dejar de procrastinar.
- ¿Cómo dices? 

Era la primera vez que escuchaba semejante palabro, no tenía ni idea de lo que significaba, pero por el tono de la sentencia, no auguraba nada bueno. Mientras él seguía con la perorata, su imaginación empezó a volar, como siempre. ¿Qué aspecto tendría una procrastinadora? La primera imagen que le vino a la cabeza fue la de una mujer enfundada en un traje de cuero negro, botas altas (negras también) y un látigo. “¿Igual me estoy excediendo?” Entonces pensó en una seria institutriz del siglo XIX, vestida de negro desde el cuello hasta los pies, con un moño alto y regañando a una niña de tirabuzones. 

«Vaya – se dijo - ¡Me lo podría haber dicho hace dos semanas! Me habría salido un estupendo relato para el tema “vestido negro”». 

Terminó aquella conversación telefónica como pudo. Su exmarido se estaba volviendo cada vez más redicho, si es que eso era posible, a la par que entrometido en sus asuntos.

Amante de las letras como era, y de su lengua española en particular, decidió no retrasar ni medio minuto la indagación sobre aquella palabra nueva. La anotó en un papel para que no se le olvidara y se dirigió a la Alta Autoridad Competente en la materia, o sea, el diccionario de la R.A.E. Estaba segura de que le acababan de colar un anglicismo como una catedral. Cuál fue su sorpresa cuando encontró la palabra:

(Del lat. Procrastinare)

1. Tr. Diferir, aplazar

“¡Será cretino!” Pensó totalmente indignada, ya no solo porque no se tratara de un anglicismo, sino porque además él tenía razón. Su tendencia a diferir ciertas decisiones estaba condicionando algunos aspectos de su vida. Bueno… él tenía razón solo en parte, procrastinar era un verbo transitivo. «El muy listillo tendría que haberme dicho: “Deberías dejar de procrastinar tus decisiones”» – concluyó con aire triunfal.

El caso es que por su manera de ser, de natural afable y dispersa, se le olvidó la anécdota y comenzó a divagar sobre aquellas decisiones que estaba postergando (postergar, verbo transitivo igualmente, le parecía más apropiado en su caso y además mucho más sonoro). Y en ese deambular de la mente se empezó a aburrir, ya que si las estaba postergando era precisamente por aquello de que no le apetecía ponerse con esos temas. Y su cabeza siguió por otros derroteros. ¿Por qué procrastinar o incluso postergar tenían que tener connotaciones negativas? Le encantaban los re-encuadres por lo que empezó a buscarle la parte positiva al asunto y así, llegó a algunos capítulos de su pasado.

¿No fue gracias a que retrasó su incorporación a la vida laboral que había pasado el mejor año de su vida, viajando por el mundo? ¿Tendría hoy unos hijos maravillosos si aquel verano del 96 no hubiese decidido aplazar su separación? ¿Y si aquel día en que estaba profundamente deprimida no hubiera diferido su intención de suicidarse? Porque justo cinco minutos más tarde le entró la llamada de Javier, el chico que por aquel entonces entraba y salía intermitentemente de su vida: “Hola – le dijo- te echo mucho de menos y creo que ya está bien de hacer el tonto”. Claramente, hoy no estaría casada con él.

A fin de cuentas la procrastinación le había reportado más de una alegría. Mucho de lo que era hoy en día se lo debía  a ese espíritu relajado, a ese dejarse fluir con la vida. En realidad se trataba más bien de una cuestión de prioridades. Había tomado la decisión de enfocarse en hacer las cosas que le gustaban  y empezaba a cansarse de tantos “deberías” y “tienes que”, especialmente viniendo de quien venían. 

Algún día daría un puñetazo encima de la mesa, pero no hoy…algún día.

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