Ayer desempolvé los diarios de
viaje que escribí junto a mi marido en la década del noventa. Aquellos años en
que teníamos juventud y capacidad de ahorro para, cada año, elegir un destino
del mundo y viajar hasta allí con nuestra mochila. Fueron años de inmensa
actividad profesional. A los ojos de muchos éramos una pareja de yuppies que se habían apuntado a la moda
de hacer viajes exóticos y de aventura. A los ojos de mi madre, ese chico
inquieto con el que me había casado iba a conseguir que nos matásemos en
cualquier montaña perdida de vaya usted a saber dónde. No le faltaba razón a mi
madre, que varias veces estuvimos a punto de morir, aunque de eso creo que
nunca se ha enterado.
Para nosotros sin embargo, viajar
era una manera de conocer a otras personas, otras culturas, otros paisajes,
pero también de conocernos a nosotros mismos, mutuamente y de forma individual.
No todas las parejas aguantan juntas las 24 horas del día durante 30 días
seguidos. Nosotros no es que nos aguantásemos, es que las disfrutábamos como
enanos.
Aquellos viajes en realidad
duraban todo el año, porque durante meses nos dedicábamos a planificarlos
minuciosamente. Estamos hablando de una época en la que Internet no estaba a
nuestro alcance, tampoco había móviles, se utilizaba el fax y el télex, los
billetes aéreos se compraban en las agencias de viajes y el dinero se llevaba
en travellers checks, las cámaras de
fotos eran de carrete y los más “profesionales” usaban película de
diapositivas.
El primer paso, una vez elegido
el destino, era pasarnos por las agencias de viajes para saber cuáles eran los
lugares más turísticos del país en cuestión. En ocasiones, eso significaba
incluirlos, pero en muchas otras, precisamente descartarlos ya que huíamos del
turismo de masas.
El siguiente paso era comprar
varias guías, la Lonely Planet solía convertirse en nuestro libro de cabecera
durante esos meses. El objetivo era contactar con alguien que ya hubiese
viajado al destino en cuestión o, mucho mejor, que viviese allí. Practicábamos
el “couchsurfing” basado en el boca a
boca.
Y entonces, llegaba uno de los
momentos claves y que recuerdo con mayor cariño. En una hoja tamaño DIN A3
dibujábamos una cuadrícula que sería nuestro calendario de viaje y sobre ella
íbamos trazando el recorrido, las ciudades o lugares donde pernoctaríamos cada
noche, los medios de transporte para cada día, los alojamientos…Siempre
escribíamos a lápiz, porque durante meses era nuestro documento de trabajo que
iría sufriendo constantes modificaciones.
- - He leído que el Taj Mahal está cerrado los
lunes.
- - Vaya, eso cambia nuestros planes porque
tendremos que quedarnos un día más en Agra.
- - ¿Y si empezamos el viaje por Benaresh?
- - No, no hay vuelos y además prefiero que nos
vayamos haciendo al país poco a poco. Benaresh debe de ser muy impactante y
además es un buen punto de partida hacia Nepal.
Esas eran el tipo de
conversaciones que nos absorbían durante horas y horas.
Ya más cerca del momento de
partir, llegaba el asunto de los visados, los pasaportes, las vacunas, los
vuelos, el cabio de moneda y el equipaje.
Tengo guardado como oro en paño
aquel pasaporte que nos hicimos con una foto en la que no estábamos nada
arreglados. Mejor así, porque ese era el aspecto que teníamos cuando llevábamos
semanas de viaje. Más de un guardia de fronteras habría dudado de mi identidad
si en la foto del pasaporte hubiera salido peinada con moño italiano,
maquillada y con traje sastre, que era mi aspecto habitual cuando me ponía el
disfraz de bróker de bolsa.
Aquel pasaporte lleno de sellos
de todos los colores, porque para eso las autoridades de emigración de algunos
países son muy creativas, igual que con sus billetes, y había sellos con
tucanes, con letras árabes, con monumentos…
Nunca supimos viajar con poco
equipaje. Al final lo conseguíamos porque la capacidad de la mochila era la que
era, pero antes de regresar siempre acabábamos regalando ropa que no habíamos
usado. Era nuestro reto cada año, reducir el equipaje, pero eso sólo conseguí
aprenderlo muchos años después, al hacer parte del Camino de Santiago.
¿Qué condiciones debía tener
nuestro destino?
Generalmente buscábamos que
estuviera fuera de Europa, porque pensábamos que Europa, España incluida,
podríamos conocerla en viajes de fin de semana, puentes y sobre todo, cuando
fuésemos jubilados.
Nos gustaban los destinos con
culturas diversas a la nuestra y con paisajes naturales extremos: selvas
vírgenes, volcanes, montañas elevadas, ríos bravos, llanuras nevadas. Pero
aunque nos adaptábamos a cualquier medio de transporte y alojamiento, era importante
que los dos o tres últimos días del viaje los pudiéramos destinar a estar en
alguna playa en algún hotel con cierto lujo. Por dos motivos (o tres): poder
darle descanso al cuerpo, poder adaptarnos poco a poco al modo de vida
occidental, ya que solíamos apurar de viaje hasta el último día de nuestras
vacaciones y poder bucear si el destino lo permitía.
Costa Rica, Venezuela, Colombia,
Guatemala, la India, Jordania, Kenia, Tanzania, Nepal, Bolivia, Perú, Tahití, México,
Estados Unidos, Panamá, Finlandia, Cuba, Zanzíbar…y Ecuador.
Aquellos años tan viajeros sólo
podían acabar de una manera, con EL VIAJE, en mayúsculas. Nuestro deseo de
conocer a fondo otras culturas, con aquellos viajes siempre se quedaba un poco
cojo. No dejábamos de ser unos turistas que al final de las vacaciones se
volvían a integrar, nunca iguales, a su modo de vida habitual. Sin embargo, la
gran oportunidad se nos presentó cuando nos ofrecieron ir a vivir por tres años
a Ecuador. Aquel fue el viaje de nuestra vida. En el que de verdad debimos
integrarnos en otra sociedad y enfrentarnos al reto de vivir según sus normas,
en el que nos enfrentamos a nuestros propios fantasmas, al desarraigo, a la
soledad, a la incomprensión, y en el que definitivamente nos convertimos en
otras personas.
Hoy, trece años después de
nuestro regreso y cuatro desde que me divorcié, he tenido el valor de buscar la
caja de mudanzas que se encontraba sellada en el trastero y sacar de ella
aquellos diarios que íbamos escribiendo en tiempo real, tomando un refresco en
Petra, o encaramados al templo cuatro de Tikal. Nos alternábamos en la
escritura. Mientras uno lo hacía el otro solía leer alguna novela ambientada en
el país. Son cuadernos que guardan una parte de mi vida en la que fui feliz,
muy feliz, y sin embargo al releerlos, en muchos aspectos me cuesta reconocerme
en la mujer que era entonces. En ellos hoy veo a un personaje de mí misma y me
pregunto cuánto de ella aún permanece.
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