domingo, 19 de mayo de 2013

CRÓNICAS DE VIAJES. EPISODIO 0

Ayer desempolvé los diarios de viaje que escribí junto a mi marido en la década del noventa. Aquellos años en que teníamos juventud y capacidad de ahorro para, cada año, elegir un destino del mundo y viajar hasta allí con nuestra mochila. Fueron años de inmensa actividad profesional. A los ojos de muchos éramos una pareja de yuppies que se habían apuntado a la moda de hacer viajes exóticos y de aventura. A los ojos de mi madre, ese chico inquieto con el que me había casado iba a conseguir que nos matásemos en cualquier montaña perdida de vaya usted a saber dónde. No le faltaba razón a mi madre, que varias veces estuvimos a punto de morir, aunque de eso creo que nunca se ha enterado.

Para nosotros sin embargo, viajar era una manera de conocer a otras personas, otras culturas, otros paisajes, pero también de conocernos a nosotros mismos, mutuamente y de forma individual. No todas las parejas aguantan juntas las 24 horas del día durante 30 días seguidos. Nosotros no es que nos aguantásemos, es que las disfrutábamos como enanos.

Aquellos viajes en realidad duraban todo el año, porque durante meses nos dedicábamos a planificarlos minuciosamente. Estamos hablando de una época en la que Internet no estaba a nuestro alcance, tampoco había móviles, se utilizaba el fax y el télex, los billetes aéreos se compraban en las agencias de viajes y el dinero se llevaba en travellers checks, las cámaras de fotos eran de carrete y los más “profesionales” usaban película de diapositivas.

El primer paso, una vez elegido el destino, era pasarnos por las agencias de viajes para saber cuáles eran los lugares más turísticos del país en cuestión. En ocasiones, eso significaba incluirlos, pero en muchas otras, precisamente descartarlos ya que huíamos del turismo de masas.

El siguiente paso era comprar varias guías, la Lonely Planet solía convertirse en nuestro libro de cabecera durante esos meses. El objetivo era contactar con alguien que ya hubiese viajado al destino en cuestión o, mucho mejor, que viviese allí. Practicábamos el “couchsurfing” basado en el boca a boca.

Y entonces, llegaba uno de los momentos claves y que recuerdo con mayor cariño. En una hoja tamaño DIN A3 dibujábamos una cuadrícula que sería nuestro calendario de viaje y sobre ella íbamos trazando el recorrido, las ciudades o lugares donde pernoctaríamos cada noche, los medios de transporte para cada día, los alojamientos…Siempre escribíamos a lápiz, porque durante meses era nuestro documento de trabajo que iría sufriendo constantes modificaciones.

-         -  He leído que el Taj Mahal está cerrado los lunes.
-          - Vaya, eso cambia nuestros planes porque tendremos que quedarnos un día más en Agra.
-         -  ¿Y si empezamos el viaje por Benaresh?
-         -  No, no hay vuelos y además prefiero que nos vayamos haciendo al país poco a poco. Benaresh debe de ser muy impactante y además es un buen punto de partida hacia Nepal.

Esas eran el tipo de conversaciones que nos absorbían durante horas y horas.

Ya más cerca del momento de partir, llegaba el asunto de los visados, los pasaportes, las vacunas, los vuelos, el cabio de moneda y el equipaje.


Tengo guardado como oro en paño aquel pasaporte que nos hicimos con una foto en la que no estábamos nada arreglados. Mejor así, porque ese era el aspecto que teníamos cuando llevábamos semanas de viaje. Más de un guardia de fronteras habría dudado de mi identidad si en la foto del pasaporte hubiera salido peinada con moño italiano, maquillada y con traje sastre, que era mi aspecto habitual cuando me ponía el disfraz de bróker de bolsa.
Aquel pasaporte lleno de sellos de todos los colores, porque para eso las autoridades de emigración de algunos países son muy creativas, igual que con sus billetes, y había sellos con tucanes, con letras árabes, con monumentos…

Nunca supimos viajar con poco equipaje. Al final lo conseguíamos porque la capacidad de la mochila era la que era, pero antes de regresar siempre acabábamos regalando ropa que no habíamos usado. Era nuestro reto cada año, reducir el equipaje, pero eso sólo conseguí aprenderlo muchos años después, al hacer parte del Camino de Santiago.

¿Qué condiciones debía tener nuestro destino?

Generalmente buscábamos que estuviera fuera de Europa, porque pensábamos que Europa, España incluida, podríamos conocerla en viajes de fin de semana, puentes y sobre todo, cuando fuésemos jubilados.
Nos gustaban los destinos con culturas diversas a la nuestra y con paisajes naturales extremos: selvas vírgenes, volcanes, montañas elevadas, ríos bravos, llanuras nevadas. Pero aunque nos adaptábamos a cualquier medio de transporte y alojamiento, era importante que los dos o tres últimos días del viaje los pudiéramos destinar a estar en alguna playa en algún hotel con cierto lujo. Por dos motivos (o tres): poder darle descanso al cuerpo, poder adaptarnos poco a poco al modo de vida occidental, ya que solíamos apurar de viaje hasta el último día de nuestras vacaciones y poder bucear si el destino lo permitía.

Costa Rica, Venezuela, Colombia, Guatemala, la India, Jordania, Kenia, Tanzania, Nepal, Bolivia, Perú, Tahití, México, Estados Unidos, Panamá, Finlandia, Cuba, Zanzíbar…y Ecuador.

Aquellos años tan viajeros sólo podían acabar de una manera, con EL VIAJE, en mayúsculas. Nuestro deseo de conocer a fondo otras culturas, con aquellos viajes siempre se quedaba un poco cojo. No dejábamos de ser unos turistas que al final de las vacaciones se volvían a integrar, nunca iguales, a su modo de vida habitual. Sin embargo, la gran oportunidad se nos presentó cuando nos ofrecieron ir a vivir por tres años a Ecuador. Aquel fue el viaje de nuestra vida. En el que de verdad debimos integrarnos en otra sociedad y enfrentarnos al reto de vivir según sus normas, en el que nos enfrentamos a nuestros propios fantasmas, al desarraigo, a la soledad, a la incomprensión, y en el que definitivamente nos convertimos en otras personas.

Hoy, trece años después de nuestro regreso y cuatro desde que me divorcié, he tenido el valor de buscar la caja de mudanzas que se encontraba sellada en el trastero y sacar de ella aquellos diarios que íbamos escribiendo en tiempo real, tomando un refresco en Petra, o encaramados al templo cuatro de Tikal. Nos alternábamos en la escritura. Mientras uno lo hacía el otro solía leer alguna novela ambientada en el país. Son cuadernos que guardan una parte de mi vida en la que fui feliz, muy feliz, y sin embargo al releerlos, en muchos aspectos me cuesta reconocerme en la mujer que era entonces. En ellos hoy veo a un personaje de mí misma y me pregunto cuánto de ella aún permanece.




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